Los
recuerdos son algo no controlables, surgen, brotan, se hacen sentir sin piedad,
arrolladoramente hasta quedar uno perplejo de como mis canales grises aun
guardaban esos detalles, todo con sólo leer ese fin de semana un nombre, Emilio
Salgari.
En la isla tenía
mi cuarto con su minúsculo balcón del
cual entraba y salía de la casa sin nadie
percatarse, más aún porque mi habitación daba a la calle y estaba en un
medio piso por lo que desde fuera se veía mucho más arriba que el portal,
aunque no lo fuese, y me brindaba una especie de escalera su pasamano con sus
hierros inferiores, sosteniéndolos.
Esa habitación
fue mía desde que mi hermana cumplió años, no sé cuántos eran, y allí caí, en
la oficina de mi papá en la casa o estudio, por lo que a la izquierda estaba mi
cama, mesa de noche y radio, muy importante el radio, también estaba mi escaparate de ropa; y hacia el frente de la
cama, un poco escondida por la pared que sostenía la puerta, el escritorio que
usaba mi papa los sábados junto a mi máquina
de escribir Underwood. En la otra pared, la del balcón, un mueble de cristal donde estaban los libros
que mi padre había ido guardado con el tiempo. Todo era de madera caoba, menos
la mesa de la maquinilla, la cual era de metal. Esa habitación me lucia inmensa en aquel entonces, pero cuando la visité hace unos años, no lograba entender cómo todo lo que les narré cabía en ese espacio y aún había baldosas, sin nada sobe ellas, para poder trasladarse de un lugar a otro.
Allá, en el
estante, se encontraba un álbum de fotos
diminutas de los países del mundo, en blanco y negro, por supuesto, pero lo que
sí estaban a color eran las banderas de todos los países del mundo a la fecha.
Eso de “a la fecha”, pues no sé si era en los 50 ‘s que yo vivía o en los 40’s
en que él comenzaba su vida familiar.
En ese álbum
reconocí los colores de cada bandera, sus diferencias y me las fui aprendiendo
una a una. Cosa por la que aún soy fanático de las banderas. Me las encuentro
majestuosas cuando ondean y se dejan mover por la brisa. Me deleita su sonido,
al chocar con la furia del aire, de su cordón con el asta o de ella misma como
si quisiese abrir vuelo hacia los cielos.
No sé por
qué, y pienso que ya lo he dicho anteriormente, la bandera roja, bien roja, con
su águila de dos cabezas, negra, bien negra en el centro, representando al pueblo de Albania y su capital
Tirana, nunca se me ha olvidado, y nunca
ha dejado de ondear en mi mente. Sí, también me aprendía las capitales de los países
junto a las banderas. Cosas de mi edad en aquel entonces, hoy las buscaría en
googles y no las guardaría en algún recoveco cerebral, quizás, no estoy seguro si hoy me interesaría como antes fue.
En ese
armario había una colección de más de dos docenas de libros pequeños, forrados
minuciosamente de un papel color
cartucho o funda de papel de bodega
o colmado. Cada libro tenia imagines pintadas, no fotografías, de barcos, piratas, bucaneros, espadas anchas
y espadas largas, en Las Tortugas o en el norte de África, de guerreros altos y
negros de color, invencibles y el héroe de la serie, no recuerdo esa parte, su
nombre, suelo ser malo para los nombres. Leí que era Sandokan en el escrito que
les refería al principio, pero no me es reconocible, no logro ubicarlo en
ninguno de mis recovecos lineales en curvas grises que se atiborran en mi cerebro.
Recuerdo
que no dejé un solo libro vivo y vivía viajando dentro de sus páginas. Quizás
mi furia interna se disipaba con las guerras, los pleitos y todo ese mundo
imaginario creado por Salgari y sudado, sufrido por mí.
De pronto, volví
a viajar, me dio nostalgia de la isla, de mi barrio, de mi balcón, de mi
cuarto, de los libros de aventuras y de mi papá sentado en su escritorio los sábados
en la tarde mientras yo me recostaba en la cama oyendo mi radio Krammer, la emisora, y mi libro; de
cuando en vez una palabra entre él y yo. Ya más tarde, los de la pandilla me
llamaban y salía a reunirme con ellos, bajando por el balcón. Mi padre seguía
con sus números y yo con mis amigos, que hoy sé, que eran compañeros, no
amigos; excepto mi padre que siempre ha sido compañero y amigo.
Aún huelo
el estante de caoba al abrirse, aún siento el papel liso de los forros de cada
libro, aún vienen imagines de los trazos de los dibujos del artista que dibujó las escenas, aún me veo
montado en un barco velero dando tumbos en la mar. Aún se siente esa brisa de nostalgia moviendo mis propias
banderas.
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