viernes, 8 de mayo de 2015

Salgari, Emilio Salgari # 218

Los recuerdos son algo no controlables, surgen, brotan, se hacen sentir sin piedad, arrolladoramente hasta quedar uno perplejo de como mis canales grises aun guardaban esos detalles, todo con sólo leer ese fin de semana un nombre, Emilio Salgari.

En la isla tenía mi cuarto con su minúsculo  balcón del cual entraba y salía de la casa sin nadie  percatarse, más aún porque mi habitación daba a la calle y estaba en un medio piso por lo que desde fuera se veía mucho más arriba que el portal, aunque no lo fuese, y me brindaba una especie de escalera su pasamano con sus hierros inferiores, sosteniéndolos.

Esa habitación fue mía desde que mi hermana cumplió años, no sé cuántos eran, y allí caí, en la oficina de mi papá en la casa o estudio, por lo que a la izquierda estaba mi cama, mesa de noche y radio, muy importante el radio, también estaba mi escaparate de ropa; y hacia el frente de la cama, un poco escondida por la pared que sostenía la puerta, el escritorio que usaba mi papa los sábados junto a mi máquina de escribir Underwood. En la otra pared, la del balcón,  un mueble de cristal donde estaban los libros que mi padre había ido guardado con el tiempo. Todo era de madera caoba, menos la mesa de la maquinilla, la cual era de metal. Esa habitación me lucia inmensa en aquel entonces, pero cuando la visité hace unos años, no lograba entender cómo todo lo que les narré cabía en ese espacio y aún había baldosas, sin nada sobe ellas,   para poder  trasladarse de un lugar a otro.

Allá, en el estante,  se encontraba un álbum de fotos diminutas de los países del mundo, en blanco y negro, por supuesto, pero lo que sí estaban a color eran las banderas de todos los países del mundo a la fecha. Eso de “a la fecha”, pues no sé si era en los 50 ‘s que yo vivía o en los 40’s en que él comenzaba su vida familiar.

En ese álbum reconocí los colores de cada bandera, sus diferencias y me las fui aprendiendo una a una. Cosa por la que aún soy fanático de las banderas. Me las encuentro majestuosas cuando ondean y se dejan mover por la brisa. Me deleita su sonido, al chocar con la furia del aire, de su cordón con el asta o de ella misma como si quisiese abrir vuelo hacia los cielos.

No sé por qué, y pienso que ya lo he dicho anteriormente, la bandera roja, bien roja, con su águila de dos cabezas, negra, bien negra en el centro,  representando al pueblo de Albania y su capital Tirana,  nunca se me ha olvidado, y nunca ha dejado de ondear en mi mente. Sí, también me aprendía las capitales de los países junto a las banderas. Cosas de mi edad en aquel entonces, hoy las buscaría en googles y no las guardaría en algún recoveco cerebral, quizás, no estoy seguro si hoy me interesaría como antes fue.

En ese armario había una colección de más de dos docenas de libros pequeños, forrados minuciosamente  de un papel color cartucho o funda de papel de bodega o colmado. Cada libro tenia imagines pintadas, no fotografías,  de barcos, piratas, bucaneros, espadas anchas y espadas largas, en Las Tortugas o en el norte de África, de guerreros altos y negros de color, invencibles y el héroe de la serie, no recuerdo esa parte, su nombre, suelo ser malo para los nombres. Leí que era Sandokan en el escrito que les refería al principio, pero no me es reconocible, no logro ubicarlo en ninguno de mis recovecos lineales en curvas  grises que se atiborran en mi cerebro.

Recuerdo que no dejé un solo libro vivo y vivía viajando dentro de sus páginas. Quizás mi furia interna se disipaba con las guerras, los pleitos y todo ese mundo imaginario creado por Salgari y sudado, sufrido por mí.

De pronto, volví a viajar, me dio nostalgia de la isla, de mi barrio, de mi balcón, de mi cuarto, de los libros de aventuras y de mi papá sentado en su escritorio los sábados en la tarde mientras yo me recostaba en la cama oyendo  mi radio Krammer, la emisora, y mi libro; de cuando en vez una palabra entre él y yo. Ya más tarde, los de la pandilla me llamaban y salía a reunirme con ellos, bajando por el balcón. Mi padre seguía con sus números y yo con mis amigos, que hoy sé, que eran compañeros, no amigos; excepto mi padre que siempre ha sido compañero y amigo.

Aún huelo el estante de caoba al abrirse, aún siento el papel liso de los forros de cada libro, aún vienen imagines de los trazos de los dibujos del  artista que dibujó las escenas, aún me veo montado en un barco velero dando tumbos en la mar. Aún se siente esa  brisa de nostalgia moviendo mis propias banderas.



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