Caminaba por la calle Sarasota y sentí ese olor inigualable a hierba
cortada, podada; ahí vi al jardinero con su podadora mecánica
sobre la grama. Me transporté en el acto a mi infancia, más de 7 menos de 11
años, cuando el jardinero iba a la casa y
yo siempre entonces, me ponía a ayudarle,
a podar la yerba con la máquina, a crear
con el machete el cerco con el contén y
luego el cerco con la parte de la acera,
de ese modo el corte duraba más en crecer e invadir la acera.
También ayudaba a remover la tierra alrededor de los arbustos que estaban frente a la casa, para luego perfumar su tierra con los residuos
dejados por el caballo del vendedor diario
de helados Guarina o por los deshechos de mis gallinas
que yo mantenía en el patio de la casa.
Parece que estaba por pensar esa mañana mientras caminaba y mi mente
cuestionó, ¿qué yo hacía de niño, a que le dedicaba mi tiempo libre?
Lo primero fue la imagen de mi bicicleta,
andar por doquier en ella y sentir esa brisa golpeando la cara cuando la velocidad es un poco más de lo
normal. Lo segundo, mis canicas de diversos colores y matices, el bolón y las
bolitas, el círculo; para luego guardarlas y mercadear con ellas.
La pandilla con sus excursiones al bosque
cercano a la casa y al borde del rio, a
la zona de las playas hacia el norte para Miramar, al aquarium en la misma zona,
al zoológico yendo hacia el Vedado; toda excursión siempre en bicicleta, con alguien sentado detrás de mí en la parrilla o solo.
El
grupete de la cuadra refugiado en una casa cualquiera ante el “ataque” inesperado de una pandilla cercana
con su cerbatanas y las arvejas o chicharos de municiones que salían expedidas
a gran velocidad de nuestra boca para repeler el ataque sorpresa.
La reunión de todos en el garaje de mi casa,
lugar donde se guardaban nuestros vehículos libertadores, las bicis.
Alguna charla secreta de uno de los del grupo
mayor en edad y experiencia donde nos abría al mundo del sexo y luego a uno
experimentarlo en la soledad. Al menos nos mataba la curiosidad de por qué esa
parte de nuestro cuerpo actuaba sin control, por si misma y uno a pasar
vergüenza en el momento menos esperado.
En la tarde se veían los muñequitos en la televisión
de la CMQ o del canal 4, antes de cenar. Ya después todos juntos, la familia,
se reunía a ver un mismo programa que solía ser o una novela o un programa
musical. Al terminar la transmisión nocturna, tanto la emisora como nosotros
nos dirigíamos a la cama que nos
esperaba pacientemente con su mosquitero. Prendía la radio en Radio Kramer con
su música extranjera de la época y esperaba a mi gato negro con su cascabel de
collar para dormir. El sobre el mosquitero y yo debajo.
Nuestros padres en aquel entonces sabían
dónde ubicarnos, bastaba un silbido, un grito y ya. Todos los vecinos seguían
nuestros pasos, como si fuesen pequeñas cámaras del “big brother” repartidas
por toda la cuadra. Aun recuerdo cuando estaba con María Cristina sentado en las
escaleras frente a mi casa y me iba a atrever a darle un beso y sentí un fuerte
golpe en la parte trasera de la nuca, en mi
cabeza, me viré y ahí estaba la mirada de los dos esposos vecinos del segundo piso del edificio azul de
enfrente sonriéndose con la malicia que yo no pude concluir, se me pasmó.
Todos veían todo. Todos se sentían
responsables de todo el mundo, para bien o para mal, pues me quedé, hasta la
fecha de hoy, sin darle el beso deseado
a María Cristina.
Cuando estaba solo, sin nadie cerca, fantaseaba
con mis soldaditos, mis indios, el fuerte,… Atendía mis pollos en el diminuto
pasillo-patio detrás de la casa, o mi siembra de tomaticos tipo sherry, ajíes
picantes y tilo para hacer te, todo en
un pedazo mísero del jardín. Descubrí que eran mísero y diminuto cuando los
volví a ver ya mayor en edad, y la finca se convirtió en un cuadrito y mi
pollera, solo era un pasillo del largo casi de mitad del tamaño de la casa,
pero de ancho solo cuatro pies.
Para remate, compartía el patio con el fregadero de lavar la ropa y donde
colgarla a secar al sol. No había
lavadoras ni secadoras en aquel entonces.
No faltaba,
en tiempo de pelota, el jugar en
el solar de la esquina. En el verano
tirarnos en una especie de canoa
o yagua desde un pequeño montículo que
para nosotros era como una montaña, y bajar para volver a subir.
Quizás
algún viernes en la tarde o fin de
semana el ver jugar al taco / al corcho
a los universitarios enamorados de mi hermana y sus amigas, y la pandilla servirles de público entusiasta. Los sábados
en la mañana salía con mi padre, en la tarde al cine dejando a nuestros padres
“tranquilos’ y ya el domingo a misa con mi mamá y hermana . Los domingos son
domingos en todos lados.
Excepto por las excursiones, sin supervisión
adulta alguna, nuestra vida discurría en la cuadra 42A, entre la calle 38 y la
avenida 41 del Reparto Kohly . No
salíamos de ahí.
Hoy, la vida de los jóvenes de esa edad es
muy distinta. Nunca serán tan buena como
la mía, de eso estoy seguro, pues aun me acuerdo de ella con nostalgia y me
sonrío y hasta la añoro.
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