jueves, 28 de febrero de 2013

Recordando


Caminaba por la calle Sarasota y sentí ese olor inigualable a hierba cortada,  podada;  ahí vi al jardinero con su podadora mecánica sobre la grama. Me transporté en el acto a mi infancia, más de 7 menos de 11 años, cuando  el jardinero iba a la casa y yo siempre entonces,  me ponía a ayudarle,  a podar la yerba con la máquina, a crear con el machete el  cerco con el contén y luego el cerco con la parte de  la acera, de ese modo el corte duraba más en crecer e invadir la acera.

También ayudaba a remover la tierra alrededor de los arbustos que estaban  frente a la casa,  para luego perfumar su tierra con los residuos dejados por el caballo del vendedor diario  de helados Guarina o por los deshechos  de  mis gallinas que yo mantenía en el patio de la casa.

Parece que estaba por pensar esa mañana mientras caminaba y mi mente cuestionó, ¿qué yo hacía de niño, a que le dedicaba mi tiempo libre?

Lo primero fue la imagen de mi bicicleta, andar por doquier en ella y sentir esa brisa golpeando la cara  cuando la velocidad es un poco más de lo normal. Lo segundo, mis canicas de diversos colores y matices, el bolón y las bolitas, el  círculo; para luego  guardarlas y mercadear con ellas.

La pandilla con sus excursiones al bosque cercano a la casa y al borde  del rio, a la zona de las playas hacia el norte para Miramar, al aquarium en la misma zona, al zoológico yendo hacia  el Vedado;   toda excursión siempre en bicicleta, con alguien sentado  detrás de mí en la parrilla o solo.

 El grupete de la cuadra refugiado en una casa cualquiera ante  el “ataque” inesperado de una pandilla cercana con su cerbatanas y las arvejas o chicharos de municiones que salían expedidas a gran velocidad de nuestra boca para repeler el ataque sorpresa.

La reunión de todos en el garaje de mi casa, lugar donde se guardaban nuestros vehículos libertadores, las bicis.

Alguna charla secreta de uno de los del grupo mayor en edad y experiencia donde nos abría al mundo del sexo y luego a uno experimentarlo en la soledad. Al menos nos mataba la curiosidad de por qué esa parte de nuestro cuerpo actuaba sin control, por si misma y uno a pasar vergüenza en el momento menos esperado.

En la tarde se veían los muñequitos en la televisión de la CMQ o del canal 4, antes de cenar. Ya después todos juntos, la familia, se reunía a ver un mismo programa que solía ser o una novela o un programa musical. Al terminar la transmisión nocturna, tanto la emisora como nosotros nos dirigíamos a la cama que  nos esperaba pacientemente con su mosquitero. Prendía la radio en Radio Kramer con su música extranjera de la época y esperaba a mi gato negro con su cascabel de collar para dormir. El sobre el mosquitero y yo debajo.

Nuestros padres en aquel entonces sabían dónde ubicarnos, bastaba un silbido, un grito y ya. Todos los vecinos seguían nuestros pasos, como si fuesen pequeñas cámaras del “big brother” repartidas por toda la cuadra. Aun recuerdo cuando estaba con María Cristina sentado en las escaleras frente a mi casa y me iba a atrever a darle un beso y sentí un fuerte  golpe en la parte trasera  de la nuca, en   mi cabeza, me viré y ahí estaba la mirada de  los dos esposos  vecinos del segundo piso del edificio azul de enfrente sonriéndose con la malicia que yo no pude concluir, se me pasmó.

Todos veían todo. Todos se sentían responsables de todo el mundo, para bien o para mal, pues me quedé, hasta la fecha de hoy,  sin darle el beso deseado a María Cristina.

Cuando estaba solo, sin nadie cerca, fantaseaba con mis soldaditos, mis indios, el fuerte,… Atendía mis pollos en el diminuto pasillo-patio detrás de la casa, o mi siembra de tomaticos tipo sherry, ajíes picantes y tilo para hacer te, todo  en un pedazo mísero del jardín. Descubrí que eran mísero y diminuto cuando los volví a ver ya mayor en edad, y la finca se convirtió en un cuadrito y mi pollera, solo era un pasillo del largo casi de mitad del tamaño de  la casa,  pero de ancho solo cuatro  pies. Para remate, compartía el patio con el fregadero de lavar la ropa y donde colgarla  a secar al sol. No había lavadoras ni secadoras en aquel entonces.

No faltaba,  en tiempo de pelota,  el jugar en el solar de la esquina. En el verano  tirarnos en  una especie de canoa o yagua  desde un pequeño montículo que para nosotros era como una montaña, y bajar para volver a subir.

 Quizás algún viernes en la tarde  o fin de semana  el ver jugar al taco / al corcho a los universitarios enamorados de mi hermana y sus amigas, y la pandilla  servirles de público entusiasta. Los sábados en la mañana salía con mi padre, en la tarde al cine dejando a nuestros padres “tranquilos’ y ya el domingo a misa con mi mamá y hermana . Los domingos son domingos en todos lados.

Excepto por las excursiones, sin supervisión adulta alguna, nuestra vida discurría en la cuadra 42A, entre la calle 38 y la avenida 41 del Reparto Kohly  . No salíamos de ahí.

Hoy, la vida de los jóvenes de esa edad es muy distinta.  Nunca serán tan buena como la mía, de eso estoy seguro, pues aun me acuerdo de ella con nostalgia y me sonrío y hasta la añoro.

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