Quienes han
leído mis escritos en este blog desde sus inicios, saben que la bicicleta y yo
éramos uno. No existía el Jorgito sin la bicicleta, ni la bicicleta sin el Jorgito.
Hay dos escritos o más dedicados a mi bici. Volver a hablar de ella no viene a cuento ahora, pero sí de algo que sucedió en una de mis andanzas "bicicleteras".
Hay dos escritos o más dedicados a mi bici. Volver a hablar de ella no viene a cuento ahora, pero sí de algo que sucedió en una de mis andanzas "bicicleteras".
"Mi" calle era un
poco empinada hacia el sur, de forma tal que uno la subía y luego se dejaba rodar y llevar por su impulso. Para nosotros era una montaña o al menos una loma,
quizás ahora al volver a ver, pues es nada, no existe. De todas formas, para nosotros estaba ahí y eso hacíamos.
Cuando las
hembras se unían, ellas en sus patines eran llevadas detrás de uno
hacia la “loma” y luego desde ahí
bajaban a grandes velocidades. Varones siempre en bicicleta y las damas en patines.
Lógicamente, uno
hacia piruetas, bajaba suelto de manos,
encaramados sobre el sillín o lo que uno
pensaba en ese momento que se la ”estaba comiendo” más aun si las chicas
estaban presentes.
En una de esas,
yo tendía a tomar el timón de la bici por las puntas
hacia arriba como una forma de yo coger más velocidad, bajaba mi cuerpo,
casi acostado, siempre buscando como ya
dije, más velocidad.
Detrás de mi
barbilla, que fue lo primero que topó el pavimento, siguió el resto de mi
cuerpo y más detrás la bicicleta sobre mí. De una vez, como un resorte, todos los vecinos
salieron a la calle, a ver qué era lo que había sucedido ante el sonido que mi aparatosa caída provocó. Los vecinos eran parte de la vida de uno. No hay barrio sin vecinos, no es como ahora que no sabemos quien vive al lado de uno. En esa época eramos como una gran familia donde todos opinan.
Perdí un pedazo
de mi barbilla en el negro piso que aun
no se ha repuesto, aun existe su hendidura y su cicatriz. Salió toda la sangre
del mundo y fui llevado a la clínica
para que me hicieran o pusiesen unos puntos.
Hoy temprano
me acordé de esa caída, de mi barrio
y de mi bicicleta. Eso sucede a menudo, sobre todo cuando estoy
un poco apurado.
La navaja al
afeitarme cae en la herida, cicatriz, o como ustedes entiendan, para mi es un
cráter cuando siento la navaja introducirse en él, el dolor, y de una vez brotar a borbotones la sangre. Mi correr nervioso para hacer lo necesario que impida que siga saliendo y poder ir al trabajo sin que se note mucho. Normalmente fallo, y algún alumno me recuerda que me corte afeitándome.
Yo les aseguro
que he perdonado a los fabricantes de la bicicleta, he perdonado a mi bicicleta
por dejarme caer, pero la cicatriz está ahí conmigo, y es la cicatriz la que no
me hace olvidar lo que pasó, y revivo el hecho, y me doy cuenta de la hendidura
en mi barbilla cuando la acaricio con mis yemas de los dedos.
Vean, no basta que yo haya perdonado ,
y hasta casi haber olvidado ese hecho que ahora les cuento; las cicatrices existen y de vez en cuando nos hacen
recordar el por qué existen, en este caso en mi barbilla, parte de mi rostro. Dudo que los que me
conocen personalmente se hayan dado cuenta de esta marca de la niñez, pero
a la cuchilla suele gustarle su
presencia y recordarme su existencia y la historia de la misma. Pensé que era asunto de la Gillette, pero cambié a Schick y siguió lo mismo. Conseguí la super con todos los aloes y la no super sin nada, y siguió lo mismo. No es cuestión de cuchilla, es problema de cráter.
Podemos perdonar, pero olvidar es más difícil, existen las cicatrices como un sello indeleble que nos obliga a recordar cuando uno menos lo espera. Mi barbilla es testigo de lo dicho y no olviden que aun adoro mi bici.
Podemos perdonar, pero olvidar es más difícil, existen las cicatrices como un sello indeleble que nos obliga a recordar cuando uno menos lo espera. Mi barbilla es testigo de lo dicho y no olviden que aun adoro mi bici.
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