Desde que llega la
criatura al hogar, después que pasa la euforia del nacimiento, la tensión de si
todo salió bien, las olas de flores felicitando a la madre; nos cae un peso en
la espalda, más bien sobre los hombros, nos achicamos de pronto por la responsabilidad,
por las malas noches, al ver el nuevo fruto que va despertándose.
Ya nada es igual.
Hay un adaptarse a la nueva situación, a pensar en tres y no en dos. Cuando
eran dos se dormía, donde cogiese el día, se comía cualquier Cosa. El espíritu
de aventura se adormece. De pronto somos más caseros, más sedentarios, más temerosos
del futuro y ya no sólo importa el presente sino asegurar el futuro. Por
primera vez uno piensa la posibilidad de dejar de existir, de dejar abandonado
el nuevo miembro de la familia; su educación nos empieza a atormentar la vida,
los accidentes, los robos de niños.
Empezamos a leer
noticias de males acaecidos a otros niños, y sentimos como si fuesen nuestros,
los padecemos igual que sí fuéramos
nosotros los padres de los niños en desgracia.
A medida que crece
el niño o la niña volvemos a ver muñequitos, a fijarnos en los juguetes y a
recordar nuestros días, aquellas esperas de Reyes, el Niño Jesús; y cual ancianos
revivimos aquellos días y lo contamos,
nos sonreímos y a veces se nos humedecen los ojos. Y ellos siguen creciendo y
pasamos a ser "chaperones"
de cumpleaños. A no saber qué hacer ante esas situaciones nuevas de aburrimiento.
Cuántas cosas
hacemos con tal de ver una sonrisa, una mirada alegre y destellante. Como quien
no quiere las cosas; nos sentimos suegros de las niñas o los niños que llaman a
la casa y empezamos a hablar de los futuros nietos que aún faltan años por
llegar, pero que tal vez la "nueva ola juvenil" nos adelante el día
con la sorpresa, un acto inesperado. Qué viejos nos ponemos!!
Jorge R Ruiz, publicado
Jueves 21 de
Diciembre de 1989, El Siglo, Pagina. 15
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